La
experiencia con los grupos evolucionó de manera muy interesante. En un
principio, la profesora me había comentado lo brillantes y despiertos que le
parecían los alumnos de la presente generación, por lo que llegué con altas
expectativas.
Después de los primeros dos cuestionarios, cuyas respuestas en su
mayoría eran demasiado escuetas o, en el peor de los casos, monosilábicas, no
supe cómo abordar el problema. Me sentía renuente a adoptar una actitud
autoritaria y a darle un carácter obligatorio a cualquiera de las etapas de la
actividad. Sin embargo, se me señaló que los muchachos aún se encuentran muy
inmersos en la cultura “del chicote” —es decir que a fuerza de presiones constantes,
son capaces de extraordinarios resultados— y luego se me mostraron cartas
escritas por ellos al principio del bimestre[1].
Grupo E, mientras contestan el cuestionario del día. |
Al
tercer día, hablé con los grupos y les dije lo consternada que me sentía al ver
lo que habían escrito en los cuestionarios y lo que habían hecho con las
cartas: documentos bien estructurados, bien redactados, con ideas completas e
interesantes. Les dije que había leído autores de muchos países, autores de
gran renombre y me había gustado mucho lo que ellos (los alumnos) habían
escrito; les expliqué lo que quería probar con la tesis: que debe tomarse en
cuenta la opinión de niños y jóvenes cuando se habla de literatura “infantil y
juvenil”, que no debe tratárseles como tontos o ignorantes, pero si yo llegaba
ante los académicos con respuestas tan cortas y sin sustancia, nadie me iba a
creer. Lancé el reto de manera abierta: “¿O me equivoco al pensar que su
opinión es tan importante como la de los adultos? Ustedes díganme qué hacer: me
quedo y hacemos esto o me voy y ya no nos vemos.”
El
orgullo, creo yo, fue un factor importantísimo para que aceptaran seguir
adelante; además, la novela había estimulado lo suficiente —en la mayoría de
ellos— la curiosidad de saber qué pasaba después. En todos los grupos me
dijeron, con una marcada resolución[2] que continuáramos.
Adopté
la figura de maestra en forma y busqué, además de lo escrito (la profesora Diana, titular de los grupos me apoyó exhortándolos a escribir más y más), que dijeran en
voz alta sus comentarios, impresiones e incluso preguntas, tal como lo plantea
Chambers. No siempre fue posible debido al límite de tiempo, pero las
respuestas de cada uno de los alumnos fueron honestas (era fácil que ignoraran u olvidaran que había una cámara grabando) y mostraron disfrute de
la experiencia en colectivo.
Huelga
mencionar dos situaciones extraordinarias:
1)
El grupo C está conformado por los jóvenes más inquietos y, en opinión de
varios maestros, difíciles. Destacan los casos de Alexi Sebastián y Alan Alexis,
dos chicos que se meten en problemas de manera constante; el primero, por su irreverencia
y el segundo, por su hiperactividad diagnosticada. Sucede que este fue el único
grupo en el que se ofrecieron a leer el libro en voz alta, empezando por Alexi —quien
me ayudó a leer cuando tenía cansada la garganta o simplemente porque él quería
hacerlo. Si bien era difícil mantener a Alan quieto (no tanto para que pusiera
atención, sino para que no distrajera a los demás), poco a poco se fue
tranquilizando y aunque no dejaba de juguetear con sus materiales escolares,
siempre estuvo atento a la lectura y sus detalles. Por estos niños y por otros
casos, la respuesta en este grupo fue la más entusiasta.
Grupo C, absortos en la lectura guiada. |
2)
El grupo A fue testigo de una reacción muy personal ante la lectura en voz alta
de La domadora de miedos. Desde que
conozco la novela, hay dos capítulos que tiene una especial resonancia en mí,
los capítulos 13 (“Otra vez Mila por dentro”) y 15 (“La terapia”). Esas partes
son la viva representación de mis peores miedos y el diálogo de la protagonista
consigo misma también me resulta familiar; leerlos siempre me hizo llorar.
Estaba consciente de ello durante la planeación de la actividad y me propuse
controlarme, para no “contaminar” las reacciones de los estudiantes.
Finalmente, llegó el día en que debía leer en voz alta al menos el capítulo 13,
pero, debido a los constantes desfases entre lecturas, sólo me dio oportunidad
de hacerlo en el grupo A, en la última hora del día. Al principio, todo parecía
en orden; había logrado mantener la compostura casi todo el capítulo, pero la
dramatización de los diálogos hizo que la lectura me absorbiera y de pronto,
sentí un nudo en la garganta y la voz se me empezó a quebrar. Caminé de un
lugar a otro y luego me acerqué a la puerta abierta del salón para
tranquilizarme, pero no dejé de hablar. Casi me rindo, pero conseguí quedarme
sólo en el borde. Terminamos y cuando fui hacia la cámara para detener la
grabación, me di cuenta de que había olvidado encenderla al principio de la
sesión. La maestra dio las instrucciones para el día siguiente en tanto que yo
guardaba todos los ejemplares. Mientras salíamos del salón, dos niños, Diego y
Alejandro, se quedaron para platicarme que ellos también habían sentido o
imaginado algo parecido a lo que habíamos leído en el día.
Cuando
me lamenté con la maestra Diana por la cámara, me dijo que lo sucedido había
superado sus expectativas: claro, todos habían notado el cambio en mi voz y se
desconcertaron, pero no dejaron de leer; cuando más evidente era que ya estaba
a punto de llorar, muchos voltearon a verme, pero en vez de esperar el
espectáculo, regresaron a la lectura, según la profesora, “con rostros de ‘¿de
qué me estoy perdiendo?’, impresionados por que un libro pudiera provocar
semejante reacción”.
[1] La maestra tiene por costumbre
entregarles cartas personales donde les plantea la dinámica de la clase de
forma amistosa, les pide una respuesta en el mismo formato y el trabajo
comienza: los alumnos deben elaborar varios borradores, ampliar sus respuestas
y variar su lenguaje.
[2] Incluso, en el grupo D, me
pidieron una disculpa espontánea y me prometieron que “ahora sí iban a echarle
ganas”.